Tribuna del Diario de León, por CARLOS GONZÁLEZ-ANTÓN ÁLVAREZ Catedrático EU de Derecho Administrativo de la ULE y Abogado, 24/8/2012.- El Gobierno estatal, dentro de la reforma emprendida de la Administración local, prevé suprimir las 3.723 entidades locales menores que hay en toda España, por lo que desaparecerían todas estas pequeñas administraciones, que desde hace siglos conforman la vida colectiva de los pueblos en unos territorios muy determinados de España. Así, la provincia de León concentra 1.234 de estos entes, Cantabria 524, Navarra 340 y el País Vasco 348. En cambio, en otros territorios prácticamente no existen: Andalucía tiene 48, la Comunidad de Madrid 2, o la provincia de Valladolid solo 9. Esta distribución tan irregular ha supuesto siempre un gran desconocimiento de qué supone realmente este primer escalón de la estructura administrativa territorial de nuestro Estado.
El argumento que ha dado el Gobierno para suprimirlas es que son opacas y, ciertamente, en algunos casos puede tener razón, pero la causa de la opacidad radica en que tanto el Estado como las autonomías se han olvidado de ellas, pues no les han prestado atención alguna ni en regular sus limitadas competencias, ni en exigir a los ayuntamientos que colaboraran en su gestión, asesoramiento e intervención, algo a lo que están obligados, al menos en Castilla y León. Que el Estado no tenga datos de las entidades locales menores no quiere decir que éstas no rindan cuentas a sus vecinos —en muchísimos casos en régimen de concejo—, única manifestación de democracia directa que queda ya en nuestro sistema de político, y que en vez de eliminarse, debería potenciarse en los pequeños núcleos rurales; algo a lo que no están dispuestos los que quieren someter todas las instituciones de este país a la férrea disciplina de los partidos políticos. Por ello, las esquivas juntas vecinales se han puesto en el punto de mira del legislador.
Si la supresión de estas entidades ha llegado a la mesa del Consejo de Ministros se debe a varias causas. La primera se encuentra en que estas administraciones no han tenido representantes que los defiendan, como sí han tenido los ayuntamientos y las diputaciones. Está claro que la Federación Nacional de Municipios y Provincias solo ha defendido a sus asociados y, puestos a sacrificar entes locales, mejor hacerlo con las pequeñas pedanías, parroquias, juntas vecinales o concejos, que tienen vetada su participación en la FEMP si es socio su municipio. Otra causa es que los ayuntamientos llevan muchos años ambicionado el patrimonio de las entidades locales menores y, de paso, con su disolución se liberan una administración independiente que no pocas veces ha defendido los intereses públicos de un pueblo frente a su ayuntamiento.
Sin embargo, entiendo que el legislador cometería un grave error si perpetra este genocidio administrativo, pues existen numerosos argumentos a favor del mantenimiento de esta institución. El principal argumento es que en la actual coyuntura son más necesarias que nunca, y precisamente porque son las que pueden ejercer las pocas competencias que tienen encomendadas de la forma más eficiente y en el nivel adecuado. De hecho, es el nivel administrativo que tiene menor proporción de políticos remunerados, pues prácticamente todos los cargos representativos no cobran ni dietas. En segundo lugar, porque estos entes locales cumplen los principios de la Carta Europea de Autonomía Local, que es derecho interno español y que propugna que «el ejercicio de las competencias públicas debe, de modo general, incumbir preferentemente a las autoridades más cercanas a los ciudadanos», plasmación del principio de subsidiariedad, que tiene acogida también en el Derecho comunitario. Esta cercanía permite no sólo el control directo por los ciudadanos sino la implicación de los mismos en los asuntos públicos; su desaparición supondrá una clara desafectación de los vecinos por el éxito de las políticas públicas, pues no las verán como algo propio. En tercer lugar, porque es una administración territorial que permite el autogobierno democrático de pequeñas comunidades, de forma plenamente compatible con el ejercicio de las competencias del resto de administraciones. Sus actuaciones están sujetas al control de los tribunales de justicia y del resto de organismos de inspección o regulación, por lo que si se arguye que actúan con opacidad, será porque los órganos encargados de la inspección o intervención no están ejerciendo adecuadamente se labor. Las entidades locales menores pueden necesitar de un mayor control, pero para ello sólo es necesario que los Interventores municipales cumplan su obligación y ejerzan sus funciones también en estas administraciones, y dado que el Gobierno quiere potenciar y devolver al Estado a estos funcionarios, podrá tener información directa de estas administraciones.
Existe otro argumento que por sí mismo debería justificar el mantenimiento de las entidades locales menores, al menos aquellas que siendo las primigenias estructuras de autogobierno, siguen prestando un servicio fiel y democrático a las pequeñas comunidades de vecinos y es que su mantenimiento evitaría acabar con un patrimonio histórico, administrativo, cultural o inmaterial que cualquier Estado de nuestro entorno se enorgullecería de conservar como ejemplo de institución democrática y cercana al pueblo. En un tiempo en el que el mundo rural se está despoblando y se hacen muchos esfuerzos por retener a la población en nuestros pueblos, privarles ahora de poder decidir sobre los pequeños asuntos que les conciernen directamente resulta muy incongruente.
Y es que el Gobierno y nuestros legisladores tienen la obligación de reflexionar y no precipitarse eliminando una institución que ha perdurado durante siglos y que con las adecuadas actualizaciones debe seguir prestando un servicio a las pequeñas comunidades rurales. Gumersindo de Azcárate —jurista reconocido por su solidez científica y diputado con gran sentido común que promovió la todavía vigente Ley contra la usura—, ya advirtió a los legisladores en 1891, en un discurso ante el Ateneo de Madrid de la necesidad de reconocer «la personalidad de esos lugares, aldeas o parroquias y sus funciones propias, que son distintas de las municipales, en vez de incurrir en el extraño e incomprensible error de confundir éstos, que son organismos vivos, con los distritos, cuarteles o barrios, en que se dividen las villas y ciudades para su mejor administración». A lo que añadía: «la personalidad real de estos pueblecitos, lugares o aldeas se revela en la circunstancia de ser sujetos en la relación de propiedad con absoluta independencia del municipio, por más que con harta frecuencia lo olvide el legislador». En este sentido, el intento de transferir la titularidad de las históricas propiedades comunales provocará gravísimos conflictos no previstos y que amenazarán la convivencia local. En este punto el Gobierno ha tenido malos consejeros; por lo que el legislador debería evitar una medida que supondría un auténtico genocidio institucional, eliminando de nuestra estructura administrativa un elemento de gobierno democrático que, ya sea reuniéndose en concejo a campana tañida o por correo electrónico, sigue siendo insustituible en muchas pequeñas comunidades rurales de España. El Gobierno está a tiempo de oír a las juntas vecinales de León, pero para ello las entidades locales menores tienen que organizarse de forma independiente y estructurada. León no se puede permitir ahora que intereses partidistas impidan la creación de una organización que defienda los intereses específicos de este primer escalón de la estructura política española. Albergo esperanzas fundadas en que nuestros legisladores volverán a hacer caso al jurista leonés Azcárate
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